SHERIDAN LE FANU

El autor de la formidable Carmilla es otro de los grandes de las letras irlandesas formado en el prestigioso Trinity College de Dublin. Nacido en 1814, este abogado de formación que posteriormente pasaría a dedicarse con pasión al periodismo fue un modelo literario para escritores posteriores de lo macabro y lo extraordinario como Bram Stoker –otro irlandés–, o Henry James. Este último confesó en alguna ocasión haber seguido con pasión los relatos de fantasmas de Le Fanu, especialmente durante las vacaciones que pasaba en una solitaria casa de campo junto a su familia… Pero esa es otra historia.

Le Fanu, irlandés de largas patillas y expresión desenfadada, no ha pasado a la historia como mereciera. Su caso es similar al de otros que, pese a su enorme trascendencia para las generaciones posteriores, no ha conseguido ver su nombre vinculado al de los más grandes de su época. Es, quizá, lo que tiene ser contemporáneo de muchos grandes, pero sobre todo, el cultivar un género considerado menor por los mojigatos y beatos de la literatura.

Los críticos alaban en él su capacidad para generar atmósferas y efectos estremecedores en sus relatos. Sus personajes suelen verse sorprendidos por lo extraordinario, que acecha siempre desde el principio, y que va cobrando fuerza según se acerca el final. Es el caso de Carmilla, y de otras.

En cuanto a la vampiresa, que Le Fanu construyó pensando en Madame Bathory, la famosa chupasangre sádica, introduce en la historia de la literatura algunos elementos interesantes. Es precursora de Drácula. A éste –a la novela de Stoker, se entiende–, le da, además del tema –que antes que él pocas veces había pasado al papel, el carácter erótico, sensual, propiamente victoriano, que es precisamente la clave de que el mito vampírico haya traspasado el siglo XIX y hoy, en pleno siglo XXI, siga gustando y, por lo tanto, estremeciendo.

Le Fanu es un maestro. Un maestro del terror.

 

 

 

EL MONJE LEWIS

Así terminaron llamando a Matthew Lewis tras el enorme éxito cosechado por El monje, su más célebre novela. Nacido en Londres, en 1779, este aristócrata británico, que llegaría a ocupar un puesto en el Parlamento británico, es el autor de la considerada por muchos como la novela gótica por excelencia.

Como buen inglés, anduvo recorriendo el mundo para formarse. En Alemania se prendó de Goethe, como todos los románticos y algunos de los que quedamos hoy en día. Estuvo también en Francia, y en Holanda. Pese a todo, nunca estuvo en España, escenario de las peripecias de Ambrosio, el cura lujurioso de su novela. Estuvo también en Jamaica, donde heredó una plantación de su padre, al morir éste. Fruto de esta experiencia es su Diario de un plantador de las Antillas, además de su propia muerte, ya que en 1818, mientras regresaba a Europa y víctima de una fiebre amarilla, fallecía en pleno Océano Atlántico.

Fue amigo de casi todos los que manejaban el cotarro en aquel ambiente romántico de castillos, abadías en ruinas y noches tormentosas. Entre ellos, Byron, Polidori o el matrimonio Shelley.

El monje es una especie de catálogo de todo lo que ha de llevar una novela para ser considerada gótica: violaciones, incesto, pactos demoníacos, inquisición (que tanto gusta a los ingleses, oportunidad siempre, y sobre todo en aquella época, para sentirse mejores personas que los españoles), pero sobre todo es una especie de crítica a la hipocresía religiosa, al “a Dios rezando, y con el mazo dando”, más centrada en lo sexual (ay, puritanos, puritanos) que en otra cosa.

Otras obras de Lewis a destacar son:

Cuentos de terror (1799)

Cuentos maravillosos (1801)

y en teatro:

El espectro del castillo (1796)

El indio: una comedia en cinco actos (1799)

Alfonso, rey de Castilla: Una tragedia en tres actos (1801)

EDGAR ALLAN POE, PRECURSOR DE MALDITOS

La mirada de Poe es la de alguien que tiene un alma atormentada. Sus ojos piden a gritos amor, reconocimiento, ternura. Fue Baudelaire el primero en promocionarle; Europa, más justa con él que su América natal.

Nacido en Boston en 1809, quiso ser poeta. Contar con versos todo aquello que le atormentaba. Había sido huérfano, un alma sensible, y necesitaba de la poesía para evadirse. Pero había que sobrevivir, y para ello, para vender lo que lleva dentro, el escritor ha de contar cosas, no sugerirlas. Rebelde hasta en eso, inventó nuevos géneros. El género policial, por ejemplo. Hablar de la muerte –una de sus obsesiones–, pero también de la lógica, de la ciencia, de la razón. Ocultar entre todas ellas lo irracional que vive en la mente de todo poeta.

Se le ha llamado el Byron americano. También, el “dios intelectual de su siglo”.

Hay poco heroísmo en su biografía, que más bien resulta la biografía de un perdedor. Tampoco con las mujeres tuvo demasiada suerte. Se le morían, o le abandonaban. Sólo el alcohol y la literatura se mantenían a su lado.

La obra de Poe está compuesta, además de por poemas –entre los que cabe destacar El cuervo, uno de sus grandes éxitos– y numerosos relatos –El gato negro, La carta robada, El escarabajo de oro–, de la novela Las aventuras de Arthur Gordon Pym, la única de su bibliografía, y a la altura de las mejores novelas de aventuras de todos los tiempos.

A Poe hay que leerle de noche. Hay que preparar, antes de abordar sus textos, un buen fuego de chimenea, una copita de brandy –para hacer homenaje al estado en el que el artista los creó– y una buena ventisca tras las ventanas. Relajar la mente y dejarse poseer por su imaginación. Él se encarga del resto.

LOVECRAFT, LA SERIE B EN LA LITERATURA

Antes de la Serie B del cine, existía una serie B de la literatura. Era la que hacían escritores que, no llegando al gran público, desarrollaban una enorme actividad en fanzines, revistas y medios marginales. Lovecraft era uno de ellos. Muy activo, además, como todo buen frikie ha de ser.

Su vida comienza en 1890, en la muy noble y colonial Providence, al nordeste de EE.UU. El puritanismo marca su educación. La soledad, la falta de amistades y un desarrollo vital algo extraño, su radicalismo. Desde muy joven comienza a fantasear, y de eso a empezar a escribir hay un solo paso: la lectura y una buena enfermedad que le haga pasar mucho tiempo en casa. Lovecraft cumple ambos requisitos, y pronto se verán reflejados en cuentos y demás.

Además hay por medio, en su adolescencia, un asunto de dinero, de ruina familiar. Quizá esto engrandezca si cabe más aún su incipiente protofascismo –por no llamarlo fascismo y que alguien se nos enfade–. Lovecraft llevará dentro cierto resentimiento que, debido al carácter de su obra, apenas se verá reflejado. Creerá en la superioridad del hombre blanco, hao. Y un desengaño amoroso –más bien por parte de ella–, le hará granjearse una fama de asexuado que cuadra muy bien con sus ideas intolerantes.

Pero vayamos a su obra. Lovecraft tiene el honor, como otros artistas tratados en este blog, de haber creado mitos inmortales para los que gustan de leer historias de miedo. Sus monstruos, aunque un tanto increíbles –si no, claro, no serían monstruos–, se desenvuelven siempre en una atmósfera lúgubre, mundos imaginarios de oscuridad, desolación y vahos malolientes. Su estilo es un tanto recargado. Adolece de falta de frescura. Es como un pastiche, pero en fin, ahí radica también parte de su encanto.

Su obra está constituida por relatos. Según algunos críticos, podría dividirse en los cuentos agrupados den Historias macabras ( entre 1905 y 1920), Historias del Ciclo del Sueño (entre 1920 y 1927), y Los Mitos de Cthulhu / Lovecraft (entre 1925 y 1935).

A él le debemos la leyenda del Necronomicón y algunas adaptaciones más o menos casposillas al cine, de la mano de clasicotes del género como Wes Craven, y un flojillo manual de literatura de terror, que deja un regusto algo pobre… Como sus cuentos.

STEPHEN KING Y EL SUEÑO AMERICANO

Stephen King cuenta, en su libro autobiográfico Mientras escribo, cómo llegó el éxito a su vida. Narra una existencia llena de penalidades (alcohol, habitaciones de alquiler, autocaravanas, problemas para llegar a fin de mes… lo de siempre cuando se quiere dar pena), como para justificar que al final haya llegado a ser tan asquerosamente multimillonario.

Nadie le juzga por ello. Es más, y aun dejando a un lado lo mal que redacta, se le debe reconocer el que haya creado alguno de los mitos más escalofriantes de la cultura del horror. Carrie, El resplandor, el payaso de It, forman parte, como Drácula, de nuestras pesadillas.

Nacido en 1947 en Maine, Estados Unidos, podemos imaginarle como el típico empollón de gafas y aspecto enclenque. El cine de su país nos lo ha relatado miles de veces. Aunque él quiera, después, situar su adolescencia en el lado de los malotes, es de suponer que haya en él más de Carrie que de los chicos y chicas de la novela que abusan de la protagonista. Su primer éxito son precisamente las peripecias de esta joven superdotada de poderes sobrenaturales. Después vendrán otros, rápidamente asimilados por la cultura de masas.

Al que escribe estas líneas no le gusta King, puede que ya haya quedado claro. No le gusta la literatura sin literatura, esto es, literatura en la que las palabras son todas sustituibles, las imágenes no surgen del papel, sino de un gran esfuerzo mental. Todo en King es previsible, y no durará porque para entenderlo el lector requiere de imágenes previas, muchas imágenes previas. Demasiadas imágenes previas. Ninguno de sus libros salvo, precisamente, Mientras escribo, podría llevárselo uno a una isla desierta. Es tremendamente dependiente; pero en fin.

No se le puede negar el éxito. Seguramente King tiene su mérito. Ya hemos mencionado los iconos. Los que él ha creado y él mismo. Stephen King es un icono. Como Elvis, como Marilyn. Un icono que él se encarga de alimentar. Que todos llevamos dentro. El icono atormentado, pobre, que se hace a sí mismo.

Para el que escribe: buenas ideas, buenas intenciones… Demasiadas páginas para no contar nada.

Bram Stoker y Drácula

Hablar de Bram Stoker es hablar de Drácula. La obra, que sirvió para dar a luz a uno de los iconos más importantes de la cultura del s. XX –junto a Frankenstein o Superman–, ha permitido al autor alcanzar la inmortalidad vampírica que éste cedió en la ficción a su protagonista.

Nacido en Irlanda en 1847, comenzó su carrera literaria escribiendo relatos, actividad que compatibilizaba con un cargo de funcionario del Estado. Su afición por el teatro le llevó a colaborar en dists medios de comunicación como crítico y reseñista, y esto, a su vez, a conocer a una de las personas más importantes de su vida, el actor Henry Irving.

Para él trabajó como manager y secretario hasta el final de la vida de éste. Fue en este periodo, inmerso ya en el mundo del teatro y el espectáculo y esas cosas, cuando escribe Drácula. Antes ya ha publicado con cierto reconocimiento algunas obras –entre ellas, alguna novela–, pero es con aquélla con la que logra cierto éxito.

He leído por ahí que hay rumores acerca de que no la escribió solo, y que recibió la ayuda de cierta ayudante, que permitió que Drácula se elevara sobre el resto de su obra de una forma un tanto sorprendente… El hecho es que, escribiera Drácula con o sin ayuda, se trata de una de las novelas de terror más importantes de todos los tiempos. Para el que escribe, la mejor.

Se trata de un texto elaborado de forma epistolar, recopilando fragmentos de diarios, cartas y documentos fonográficos –hablamos del final del s. XIX, y en aquella época esto era lo más de lo más–. Aunque con algunos errores de argumento –me remito a las notas de la edición de Valdemar que recientemente he podido consultar–, la historia sienta las bases del terror que ahora consideramos clásico: un castillo, un malo malísimo, niñas llenas de sensualidad que caen en sus garras, y hombres de bien, educados y correctos, que han de enfundarse botas de campo y blandir armas blancas para destruir el mal y salvar el mundo.

Aunque la obra recibió excelentes críticas –Oscar Wilde dijo de ella que era algo así como “la novela de terror mejor escrita de la historia”–, fue ya entrado el siglo XX, con la irrupción del cine y los medios de comunicación de masas, cuando verdaderamente alcanzó dimensión de mito. Son innumerables las adaptaciones al cine, a la televisión, y los ecos que aún pueden apreciarse en la literatura de género posterior. Mencionar, tan sólo a modo ilustrativo, el Ledstat de Anne Rice y la tan sonada saga Crepúsculo, que hace furor entre los jóvenes.

Al morir, en 1912, Bram Stoker dejaba para la posteridad no sólo una entretenida y terrorífica novela, sino una leyenda cargada de incógnitas y anécdotas – basta recordar el hecho de que la idea para Drácula surgiera de una indigestión de langosta–, que hacen que muchos, entre los que se incluye el autor de estas líneas, esperemos con interés que alguien se atreva a publicar en español una biografía del autor, inédita o traducida de algunas de las que circulan actualmente en el mundo anglosajón.